LOS MIEDOS
Bogotá, junio 17 de 2014
El miedo es uno
de los principales motivadores de los gobernantes y de las religiones para
mantener el orden en las ideas en las que ellos creen, para conseguir adeptos a
sus causas, para sobrevivir y aniquilar a la oposición que no comulga con sus
ideas.
Yo recuerdo
aún con horror, cómo en mi niñez, al acostarme, esperaba que el techo se me
viniera encima como castigo por un pecado “mortal” de los que yo cometía, como
decir alguna mentira, o pelear con algún profesor, o sacar una mala nota en el
colegio. Era el miedo el que me impedía ser malo, que era mi preferencia, digo
malo como un niño, con la inocencia infantil, que no pude gozar mucho por ese
miedo terrible al castigo impuesto por las enseñanzas religiosas, pues todo
allí lo hacíamos por miedo, y no motivados por el amor.
Claro que
prefería irme de vago a tirar cauchera (que afortunadamente ya no se usa), al
morro del Salvador, o a La Ladera, en Medellín, que asistir a una clase
espantosa de historia dictada por un profesor sin ningún conocimiento, y sólo
influenciado por Henao y Arrubla, sus autores, absolutamente tendenciosos en
sus conceptos.
Es que cada
uno de nosotros es dueño de sus miedos y esclavo de sus convicciones y de sus
creencias. Y mis miedos rigieron mi vida, por encima de mis amores, porque así
me lo enseñaron, así lo aprendí.
Recuerdo que
hacíamos en el colegio cada año unos “ejercicios espirituales” en los cuales se
nos mostraba al diablo como el dueño de nuestra alma si no seguíamos al pie de
la letra las indicaciones de un santo como Domingo Savio, que tuvo la fortuna
de morirse a los quince años, seguramente muerto de miedo, como yo. Y salía yo
de esos días de reflexión absolutamente lleno de terror, corriendo para que no
me alcanzaran las llamas del infierno, por ser tan malo. ¡Qué malo podía ser yo
en esa época! Era malo sólo en la mente de los predicadores y de los directores
espirituales, que se inventaban miedos para mantenerme en sus filas.
Si yo hubiera
nacido en Estados Unidos, muy probablemente sería protestante, y no hubiera
nacido en un hogar católico, y mi forma de vivir podría haber sido muy opuesta a
la que me tocó vivir, sin asegurar que hubiera sido ni mejor ni más mala, sino
simplemente distinta. Y mi modo de actuar estaría regido, por lo menos en mi
infancia y en mi juventud por convicciones distintas, impuestas por los
hombres, creadores de las religiones, y con miedos también distintos. Así son
las religiones, trabajando con los miedos para que el rebaño no se disperse,
que es casi su única finalidad.
Si yo hubiera
nacido en una tribu indígena del Congo, no me hubieran enseñado las tesis de la
religión católica, sino que estuviera adorando a sus ídolos, y mis creencias
serían muy distintas a las que fueron mi vida. Las costumbres serían otras, y
mis miedos serían diferentes, con una alta probabilidad. Las enseñanzas que
regirían mi vida me hubieran supeditado en forma nada parecida a lo que viví,
por obra y gracia del lugar de nacimiento.
Podemos
afirmar, como algunos filósofos, que la ley natural es la que debe ser parte
integral de nuestra vida y la que determina nuestro comportamiento como seres
humanos. Más allá de ella, todo parece acomodado a las circunstancias y al
capricho de los legisladores y de los que crean las religiones y las imponen,
muy influenciados por el aprovechamiento del miedo que tenemos los humanos y
que tanto saben usar los gobernantes y los sacerdotes en todas las religiones
que en el mundo existen.
Si yo hubiera
nacido en Irak, muy probablemente estaría dominado por los miedos que creó el
islam y que mantienen al pueblo sometido, más sometido que las propias
incapacidades de los hombres que allí viven. Cuando ellos se sacudan sus
propios temores, accederán a su felicidad, y serán libres.
Como seremos
libres nosotros, cuando nuestros propios miedos estén sometidos sólo a
pensamientos positivos, y obremos en consecuencia, sin dejarnos dominar por lo
que los dirigentes nos impongan.
Yo soy dueño
de mí mismo, y más allá de que respete los derechos de los demás, de que
observe la ley natural como mi principio fundamental, mi comportamiento ha de
ser de acuerdo a mis gustos y mis deseos, sin pensar que unos dirigentes y
gobernantes traten de llenarme de miedos, de ideas locas acordes solamente con
sus propios intereses, y de que unos dueños de las religiones traten de
convencerme de que si no sigo sus ritos, y de que si no colaboro con dinero
para sus causas, estoy obrando mal, y mi condenación eterna será el destino de
mi vida.
Hoy vivo
feliz, pues mi voto no está contaminado por el miedo a nada, sino por el amor a
algo. Hoy vivo feliz, pues no estoy manipulado por los miedos religiosos, y mi
destino no depende de que siga instrucciones religiosas, sino que trato de
buscar mi felicidad de acuerdo con mis convicciones y acorde con mis propias
creencias en la vida, mis propias vivencias que me llevan a defenderme de los
ataques de quienes desean que llene sus filas para tener uno más a quien
decirle lo que está bien y lo que está mal.
Si yo hubiera
nacido mujer, islámica, negra, pobre, fea y homosexual, estaría condenada a los
prejuicios que existen sobre ciertas condiciones humanas, y de seguro que por
los excesos de los dueños del poder y de la religión, no tendría horizonte
distinto que la perdición, el olvido y la sumisión a alguien poderoso, y sería
más vulnerable a los ataques de los poderosos.
¿Quién me
impone que yo debo participar en ritos de alabanza a un ser superior de tal o
cual forma? Los hombres, nadie más, los dueños del poder, los dueños o los que
se creen dueños de las almas para salvarlas a su manera. ¿Y por qué,
practicando una religión, cualquiera, no puedo salirme de sus cauces y
contradecir sus enseñanzas? Pues porque si lo hago, sería anatematizado por los
dueños del poder.
Y si de pronto
alguien no practica una religión, pues apague y vámonos, es una bestia o cosa
parecida, es un ser inferior, es un ser que no piensa, es un merecedor de ser
expulsado de la vida, o de condenarlo al ostracismo, al odio, a la
discriminación. Ese sí es un miedo superior, pues el hombre crea las
limitaciones al desarrollo, crea las jaulas del pensamiento, para luego maldecir
a los que no se ciñen a sus ideales y a los que no se entregan al poder de los
gobiernos o al poder de los creadores de salvación.
Soy feliz
porque en el curso de mi vida he aprendido a liberarme de las ataduras de mis
miedos, y porque espero terminar mis días con la esperanza de que mi muerte sea
una felicidad y no otro miedo adicional, ya el último de todos los miedos.
Un abrazo,
ALBERTO BERNAL TRUJILLO
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