UNA
HISTORIA CRUEL
Bogotá, diciembre 22 de 2016
Hola, amigos:
En estos días en que han ocurrido
varios asesinatos y violaciones contra las mujeres y los niños en Colombia, me
traen a la mente un episodio que viví hace ya varios años, si mal no recuerdo,
por allá en el año 2000 o 2001 y que hoy les comparto. Lo traigo a cuento con
el fin de que pensemos cuán frágiles somos las personas en ciertos momentos de
la vida, cuán expuestos a perder nuestra condición de personas honorables, o de
caer en trampas difíciles de superar, y también que el destino nos puede jugar
unas malas cartas. No lo digo en el caso reciente, sino refiriéndome al caso mío
que les comparto.
Y claro que no apruebo ni justifico
ningún acto violento contra los niños, como el caso reciente en Bogotá, y de su
autor, de quien creo que es un asesino, un monstruo como persona, un hombre
digno del peor castigo. Pero, en el caso que comparto, sí pienso que pudo
haberme sucedido una acusación injusta por lo que viví ese día, y que a veces
la vida nos trata mal, y de pronto en la cárcel habrá personas, “ancianos” como
yo, y puedo suponer que están pagando penas sin haberlas cometido, simplemente
porque su versión no es creíble frente a otra versión contada por una niña o por
un grupo de niños puestos en estas circunstancias porque el entorno familiar
los lleva a comportarse de esta manera, y porque el ejemplo que han recibido en
su vida los empuja a que esas actuaciones parezcan cosa de niños.
Estaba yo en Villavicencio, una
población cercana a Bogotá, para los amigos que no viven en Colombia y que de
pronto no conocen; me encontraba yo laborando con una empresa que fabricaba e
importaba sistemas contra incendio, y por supuesto, Ecopetrol era uno de
nuestros principales clientes, y al que estaba yo visitando; en esa zona
existen varios pozos de exploración y explotación de petróleo. Una zona con
clima muy cálido, y después de un buen almuerzo, en horas del mediodía, el
sueño ya es parte de nuestro vivir diario, por lo que en esa situación, me
propuse hacerme a un lado de la carretera entre Restrepo y Villavo, pueblos
cercanos entre sí, para disfrutar de una buena siesta.
En esas estaba, cuando me golpearon
en la ventanilla del carro tres niñitas, que calculé en 11, 10 y 8 años,
solicitándome que las acercara a Villavicencio, a unos 3 o 4 km. de allí.
Venían de darse un baño en el río cercano, según me comentaron. Les dije que no
podía porque tenía sueño y no me quería arriesgar a manejar en ese estado. Al
cabo de unos diez o quince minutos, me dispuse a seguir mi camino, en el que me
encontré otra vez a las mismas niñas, un poco más adelante. Les propuse
llevarlas hasta la entrada de la ciudad, y se acomodaron una adelante conmigo,
y las otras dos en el asiento de atrás. Curiosearon mis papeles de trabajo, y
la guantera del carro, supuse con curiosidad de niños.
En algún momento en el camino, una de
las niñas que estaban atrás, se me acercó y un poco en secreto me dijo: “si
usted le da $ 5.000, ella le muestra la cuca”, y efectivamente, una de ellas se
bajó los pantaloncitos. En ese momento se me vino el mundo encima. Lo primero
que pensé fue: “¿Quién me puso esta trampa?”. Supuse que atrás de mí vendría
una camioneta de mafiosos, para amenazarme posteriormente y chantajearme. Mi
susto inmediato me puso a pensar en que estas niñas eran hijas de prostitutas,
o por lo menos que su entorno familiar estaba muy relacionado con esa clase de
personas. Me dio lástima, pero el temor que sentí me puso a pensar a mil por
hora, mil cosas en pocos segundos; enseguida me imaginé mi fotografía en El
Espacio, periódico sensacionalista que en esa época circulaba en el país, con
un título como: “Anciano violador fue encontrado con tres niñas en un vehículo
de su propiedad”. En esa época yo estaba llegando a mis primeros 60 años, y
para esas actividades, la prensa lo cataloga a uno como un anciano.
Ya en medio de este episodio, estaba llegando
al peaje que existía muy cerca de allí, y pensé buscar a la policía y contarles
mi situación. Pero, hoy me río de este pensamiento, en ese instante reaccioné y
me dije: “Si yo le digo a unos policías que unas niñas de 8, 10 y 11 años me
quieren violar, ¿me creerán?”. Mi respuesta inmediata fue que no, y que más
bien me detendrían pues las niñas me acusarían a mí, en vez de yo acusarlas a
ellas. La fotografía de El Espacio ya me pareció aún más grande, la letras en
color rojo, y yo en ese momento me encontré mentalmente en la cárcel, y ahí sí,
violado, pero como supuse, no por unas niñas, sino por unos jayanes de dos
metros de altura. ¡Qué dolor! Del alma y del cuerpo.
Mi paso siguiente fue seguir hacia
dentro de la ciudad, y no contarle a la policía mi situación, pero al
solicitarles a las niñas que se bajaran del carro, insistían en que les diera
dinero. Cada minuto que pasaba en esa situación, yo me iba desesperando, pero
con muchos temores, veía policías por todas partes, en mi imaginación, claro,
yo les abría las puertas, pero ellas no obedecían a mi solicitud. Pensando en
que se podría formar un escándalo, me fui camino hacia un poco afuera del casco
urbano, en un sitio algo más solitario, para deshacerme de ellas sin llamar la
atención. Pero entonces el título del periódico cambiaba a cada segundo. Ya
era: “En un mangón de Villavicencio fue hallado un anciano pervertido tratando
de violar a tres niñas”. Yo no recuerdo exactamente cuántos minutos estuve en
esa situación tan complicada, pero al fin logré darles unos billetes a esas
tres diablas para que se bajaran del vehículo y al fin me dejaron en paz.
Bueno, qué digo en paz, en guerra. En guerra con el tráfico, para no encontrar
a alguna autoridad que me detuviera por mi perversidad, corriendo hacia un
lugar seguro y lejos, muy lejos de esos terribles angelitos. En guerra conmigo
mismo, pues me sentía un violador sin serlo, un puerco delincuente sin tener la
menor intención de propiciar la situación.
Afortunadamente yo no estaba solo en
esa ciudad, pues había viajado en compañía de mi primo Alfredo Bernal a una
casita que él tenía allá, un hombre que ejerció como sacerdote jesuita durante
varios años, pero que se retiró de esa labor, una persona con la cual era yo
muy cercano, con quien teníamos largas charlas pues él era un gran conversador,
digo era, pues ya falleció hace casi tres años; charlábamos mucho de teología,
sobre lo cual él era un experto, hablábamos sobre diversos aspectos de la vida,
y por supuesto, esa noche el tema fue mi reciente experiencia “sexual”, con la
que nos dolíamos por esas niñitas, nos extrañábamos por el país, y nos
felicitábamos por haber pasado esos momentos sin un final trágico para mí. Fue
un bálsamo tener a un amigo cerca para compartir ese momento extraño y difícil.
Hasta le conté que una de ellas me robó de la guantera un medidor de aire para
las llantas. Se conformaban con muy poco, aunque si cada día llevaran 5.000 a
su casas, era una buena ayuda para sus madres, que supongo en oficios similares
a los que vi en esas niñas.
A una niña se le agotaron sus sueños
por culpa de un asesino, violador, torturador, movido quién sabe con qué
motivaciones como comenté arriba. Ambas vidas perdidas. Pienso en un posible
final diferente en mi historia, terrible, doloroso, sin haber querido buscar
nada parecido a lo que sucedió la semana pasada en Bogotá.
Un saludo de amigo,
ALBERTO BERNAL TRUJILLO
No hay comentarios.:
Publicar un comentario