RECREO
Bogotá, agosto 20 de 2015
Hola, amigos:
Voy
a tener un recreo en mis escritos, para hacer memoria de mis tiempos ya lejanos
de niñez. En mis ratos de desocupación (no de ocio), me acuerdo de cosas de esa
época, en la que había situaciones que ahora,
bastantes años después, me causan risa, y hoy quiero compartirlas, pensando que
coinciden con algunas de mis amigos. Por lo menos la del colegio sí sé que la
vivimos juntos.
Todos mis ocho hermanos y yo estudiamos con
los salesianos en Medellín; los hombres en el colegio del Sufragio y las
mujeres en María Auxiliadora. El colegio nuestro era de estrato bajo, como es
la tradición educativa de esa comunidad religiosa tan afín a nuestra educación.
Por ello, tal vez, y por las condiciones de salubridad de esos años, recuerdo
los baños públicos del colegio por allá en los años 50’s. Eran unos espacios
separados por paredes laterales, con puerta de entrada, pero con una canal de
desagüe que atravesaba todos los baños, a la vista de todos, y por los cuales
pasaban unos “barcos” de todos los colores, tamaños y por supuesto, olores. En
una ocasión se me cayó en esa especie de letrina intercomunicada una estampita
de santo Domingo Savio, un muchacho que se santificó porque se confesaba todos
los días (así sería de perverso), y para no perder los beneficios santíficos,
pues me tocó ir buscando de inodoro en inodoro (bueno, no eran tan inodoros,
eran más bien muy “odorosos”) hasta encontrarla unos cuatro o cinco más
adelante, recogerla con todo el respeto, lavarla, por supuesto, ponerla a secar
en el patio del colegio, y luego volverla a guardar para recibir sus
bendiciones y santificarme yo también por cuenta de sus confesiones diarias.
Ah, y me acuerdo del papel higiénico que utilizábamos: una hoja de cuaderno,
casi tan suave como una hoja de zinc. Es
esa época tendría yo unos 8 o 9 años de edad. Viéndolo bien, no surtió mucho
efecto la estampita del santo, pues mi santidad está aún muy lejos, mejor
dicho, creo que los puntos que me he ganado son muy pocos, y no me van a
alcanzar ni para el primer cielo.
Tendría yo esa misma edad, cuando mi mamá,
una mujer muy devota, nos levantaba a mi hermano Jaime y a mí cada dos días
para ir a misa antes de entrar al colegio; digo cada dos días, pues en los
otros días les tocaba a dos hermanas menores. Los mayores no estaban en la
cuenta, pues ellos les consagraron las manos al corazón de Jesús, y los menores
aún no estaban en edad de ir a misa.
Mi casa distaba de la iglesia dos cuadras y
media, y en ese trayecto, mi mamá, cada cierto tiempo, cuando ella consideraba
que ya teníamos suficientes pecados acumulados, nos hacía un recorderis a los
dos pecadores que íbamos a su lado, y nos enumeraba las posibles faltas que
habíamos cometido, diciendo en voz alta, a lado y lado, para que cada pecador
oyera claramente:
· ¿Ha desobedecido? ¿Ha desobedecido?
· ¿Ha dicho mentiras? ¿Ha dicho mentiras?
· ¿Hizo las tareas? ¿Hizo las tareas?
· ¿Ha peleado? ¿Ha
peleado?
Después de enumerarlos, venía el pecado más
tenebroso de todos:
· ¿Se ha tocado el pipí? ¿Se ha tocado el pipí?
Por supuesto, en esa edad ni siquiera sabía
que tocarse el pipí era malo, ni siquiera sabía qué de bueno tenía tocarse el
pipí. Yo creo que fue mi mamá la que me incitó a pensar en esas cosas “malas”,
que a mí ni se me habían ocurrido. Creo que apenas ahora estoy entendiendo esos
pecados tan terribles. A uno le iban metiendo pecados para la colección, los
que estuvieran en el imaginario de mi mamá.
También sé que siempre me confesaba con el
padre Slóbetz, un italiano grandote, que lo único que hacía cuando me arrimaba
al confesionario, era reírse, seguramente sabiendo que siempre llegaba con los
mismos pecados, unos pecados bobos, y él con la misma penitencias: tres
avemarías. Ya con los años aprendí a cometer otros pecados menos bobos y más
sabrosos.
También recuerdo los viajes a La Ceja, un
pueblo a 40 km. De Medellín, a donde íbamos a visitar a unos tíos,
especialmente tías, muy regañonas, con una frecuencia quincenal. Mi papá tenía
un carro marca Lincoln modelo 1938, y siempre le echaba gasolina al salir para
ese viaje. Entre el olor a combustible, el reciente almuerzo, y las 500 curvas
que había hasta la casa de los abuelos, que ya no existían, y con siete u ocho
muchachos en un mismo carro, pues en el camino se sucedían unos cuantos
mareados, con unas cuantas vomitadas, a veces fuera del carro, pero otras veces
adentro, con aromas espantosos y con más náuseas para el espantoso viaje. Al
llegar a La Ceja, de ida, como al llegar a Medellín, de regreso, el trabajo
obligado era lavar el carro por dentro y por fuera, al que no le pasaba del
todo el olor a viaje.
Por último, recuerdo que por esos miedos tan
terribles que nos metieron con ese Dios castigador, vengativo, que nos
presentaron siempre, yo me acostaba y esperaba, que como El estaba viéndome por
un rotico, se me iba a caer el techo encima por mis pecados terribles, como
diciendo: “Ah, te cogí, te agarré, te vi, pecador infame; me las vas a pagar”.
A pesar de todo, recuerdo mi niñez como una
época muy feliz, en compañía de mis hermanos y de primos, con la familia, a
pesar de tías cansonas.
Un abrazo
de ex-niños,
ALBERTO BERNAL TRUJILLO